El agotamiento de la política en una nueva crisis en Perú
La violencia y la muerte en la crisis peruana no son hechos aislados, sino que son parte de una sucesión que ahora desemboca en la necropolítica.
Otra Política - cuestiones y disputas, No 2, 23 de abril 2023 - ISSN 2982-4184 - DOI 10.5281/zenodo.8040718
Son muchos los que sostienen que Perú está atravesando una severa crisis, casi siempre calificada como política o institucional, con violentas represiones de las marchas ciudadanas, y aunque los agrupamientos políticos se desacreditan cada vez más, de todos modos mantienen cuotas de poder.
En muchos sentidos esa descripción es acertada, y es urgente denunciar esas represiones y esas muertes. Pero eso no debe impedir hurgar en causas más profundas. Es que los eventos actuales no están aislados, sino que son parte de una sucesión de hechos que comenzaron antes de la presidencia de Dina Boluarte, e incluso antes de la gestión de Pedro Castillo. Por lo tanto, es indispensable reflexionar sobre si no se está instalando una nueva “normalidad” donde se repiten lo que se califica como crisis, pero que en realidad es una evidencia más del agotamiento de los mecanismos e institucionalidades de la política convencional. Es una dinámica con muchos antecedentes y que progresa por la resignación de algunos y la aceptación de otros. Si eso es así, no se estaría ante episodios agudos sino frente a los síntomas de una enfermedad crónica. Ese tipo de cuestiones es una de las preocupaciones centrales en la perspectiva de análisis sobre una “otra política” que se aborda en esta serie.
La violencia otra vez
En esa problemática es oportuno comenzar por abordar el papel de la violencia. Se ha denunciado la durísima represión gubernamental, en especial la responsabilidad policial, con su saldo de casi 70 muertos y centenares de heridos.
Al mismo tiempo, hay otros que consideran que los violentos son los que marchan en las calles, y desde esa postura pasan a justificar la represión policial y militar. Algunos pueden llegar a lamentar las muertes, pero lo interpretan como resultado de acciones policiales puntuales que se salieron de control. Esas posturas son ingenuas y temerosas.
En efecto, la ingenuidad radica en una concepción simplista de la violencia, ya que se tolera o reclama aquella que ejerce el Estado, pero al mismo tiempo desconoce que los que marcharon en Lima sufren cotidianamente de todo tipo de violencias, desde hace mucho tiempo, y que incluso es ejecutada o tolerada por ese mismo Estado. Es temerosa por el miedo que sienten ante los manifestantes, ante los que llegaron desde las regiones, a esos otros que conciben como distintos, y ese sentir los lleva a aceptar que se los reprima con violencia.
Muchos de los que protestan han padecido múltiples formas de violencia, y no son pocos los que, aplastados por ella, apenas sobreviven. Son testigos de la prepotencia o las torturas policiales, los amenazados por empresarios o políticos, o los que sufren a las bandas criminales. Todo ello está embebido en otras violencias que no pasan por el castigo corporal, sino que están en la exclusión y menosprecio. La sufren vecinos y comunarios, y eso hace que en muchas ocasiones la reproduzcan dentro de sus comunidades y familias. Responden con violencia porque eso es lo que padecen, lo que observan y lo que sufren.
No comprender esta situación lleva a ingenuidades que nublan la reflexión, alimentando alertas simplistas, especialmente desde las clases acomodadas en las grandes ciudades, que denunciaban ácidamente la violencia de los de abajo, aunque al mismo tiempo negaban que ellos mismos, por estar allí arriba, tienen mucha responsabilidad en lo que sucede. Pero su simplismo, la ingenuidad y el miedo, hizo que presionaran por enviar a los policías y militares, exculpándose de las muertes y heridos como excesos de unos pocos, pero que en realidad es una forma disimulada de tolerarlo como si fueran las bajas colaterales en una guerra.
Excusas, tolerancia y resignación
Estamos ante lo que podría calificarse como auto-exclusiones morales de no sentirse corresponsables en que la diseminación de la violencia. Eso permite esquivar culpas y responsabilidades, por ejemplo transfiriéndolas a la imagen de daños colaterales o al descontrol de unos pocos. No es un hecho novedoso, sino que en la década de 1980, frente a las matanzas, fusilamientos y represión militar, ya se usó la figura de los “daños colaterales” como disculpa (1). Es evidente que nada de eso es cierto, pero más allá de eso, el desentendimiento de la corresponsabilidad ante las muertes, esa exclusión de la reflexión moral, lleva a que se la tolere, y esto a su vez, a que se repitan.
Esta condición está directamente vinculada con que casi todos los políticos, sea en el gobierno, en el congreso y aún a nivel regional o local, muestran que esas muertes no les resultan intolerables o insoportables. Tampoco hay mayorías que las denuncien imponiendo responsabilidades y que fuercen un cambio de rumbo. En esto hay un contraste con lo observado en otros países en otros momentos. Por ejemplo, en Argentina, bajo las protestas ciudadanas en 2002, la muerte de dos manifestantes fue un hecho considerado intolerable por buena parte de la sociedad pero también asumido como tal por la clase política, lo que llevó a que Eduardo Duhalde, en ese momento presidente, adelantara el cronograma electoral para tener elecciones a los pocos meses y desechar a una posible reelección. Nada de eso ocurrió en Perú en los últimos meses: Boluarte se aferra a su silla presidencial, y la tragedia que vive el país no le resulta vergonzosa a la mayor parte de los congresistas. Son actitudes que refuerzan la tolerancia y resignación ante la violencia y la muerte.
Esta condición tampoco es la primera vez que ocurre. Considerando mayores escalas de tiempo, se recordará que se han repetidos por años las movilizaciones y protestas ciudadanas que son contenidas por represiones violentas. En ocasiones amplios sectores de la sociedad reaccionan ante esos hechos, muchos de ellos horrorizados por las muertes. Por ejemplo, en 2009, después de conocerse la masacre en Bagua, desde Lima se repetía que había servido para una nueva comprensión de la realidad indígena y que un hecho así nunca debería repetirse. Pero ese rechazado se diluyó poco a poco, y esa es una cuestión clave que no puede pasar desapercibida.
Al ocurrir una nueva crisis, y otra y otra, se va naturalizando la violencia, pero al mismo tiempo, cada nuevo evento es un poco más grave que el anterior. Se llega así al caso extremo que representa el gobierno Boluarte.
Hoy no puede pasar desapercibido que eran muchos los que protestaban, pero al mismo tiempo también fueron muchos los que no se sumaron a las marchas y permanecieron en sus casas. Amplios sectores urbanos no presionaron efectivamente por un cambio político a raíz de las muertes y violencia estatal. No se disparó una reacción ciudadana generalizada que incluyera, pongamos por caso, a los sectores medios y populares, que por su volumen obligara a un cambio de rumbo gubernamental (como por ejemplo reconoce Martín Tanaka) (2).
La denuncia de la violencia actual es necesaria, pero es igual o más alarmante que se repita desde hace años, y ese hecho no siempre se lo reconoce o aborda en toda su gravedad. Al observar la situación actual, José de Echave señala que “transcurridos 20 años del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación y 40 años de la violencia que golpeó al país, pareciera que nada sustantivo ha cambiado” (3).
Esta resistencia para reconocer lo traumático y grotesco de la violencia, el miedo y el autoritarismo, ya fue advertido hace veinte años atrás, tras el fujimorismo, por Víctor Vich (4). En los años anteriores, en la década de 1990, la violencia no sólo era aplicada (y glorificada) por Sendero Luminoso, sino que se le sobreponía la represión policial y militar. Por lo tanto, tal vez, la violencia siempre estuvo presente, en algunos momentos más maniatada y contenida, localizada fuera de la capital lo que permitiera que los limeños se hicieran los desatendidos.
Aceptación y resignación
La repetición de la violencia y las muertes, sólo es posible por la aceptación, resignación o incapacidad de anularla. Esta derive ocurre poco a poco, pero ha sido denunciada múltiples veces como ya se adelantó arriba. Aún antes de la etapa fujimorista, en 1988, Alberto Flores Galindo a propósito de la tortura, explicaba que “funciona porque nadie la denuncia. Y nadie la denuncia por no causa escándalo” (5).
Sin duda la tortura o de las represiones violentas fue defendida por distintos sectores sociales en Perú, pero otros lo combatían y denunciaban, y podría decirse que las mayorías despreciaban esas prácticas. Lo que ha ocurrido es que los balances en estos y otras cuestiones, se modificaron, en especial después de la pandemia por coronavirus, volviéndose más común que las mayorías acepten la violencia y la muerte. Se llega a los extremos actuales tales como disparar contra multitudes que están marchando, algo que ni siquiera ocurrió bajo el fujimorismo según describe Eduardo Cáceres, de la Asociación Pro Derechos Humanos (Aprodeh) (6).
Esa aceptación de la muerte de las personas y también de la naturaleza es propia de la condición de la necropolítica. No es que no existieran voces que rechazaran esa situación, que defendieran la vida, que intentaran cambiar esas prácticas, y que incluso lograron algunos éxitos. Lo que está ocurriendo es un cambio en el balance por el cual ya no se logra detener la violencia y avanza, poco a poco, la aceptación de ese dejar morir (7).
Es entendible que la ciudadanía se replegara bajo el terror senderista y el autoritarismo fujimorista, mientras que la salida democrática alimentó la esperanza de un fortalecimiento democrático y mejoras en la calidad de la práctica política que desmontara definitivamente la violencia y el miedo. Pero, en las últimas dos décadas poco a poco los partidos más conocidos se redujeron, fragmentaron o desaparecieron, algunos se volvieron siglas de alquiler, el sindicalismo se debilitó, y aunque muchas ONGs, no necesariamente hay movimientos ciudadanos organizados. El saldo neto más negativo recae sobre los políticos que se autopresentan como de izquierda o progresistas, así como sobre líderes sindicales, ya que se hubiera esperado que se ampliaran y fortalecieran a raíz de las malas gestiones de sucesivos gobiernos conservadores.
Más cerca en el tiempo, si algo ha caracterizado a los últimos gobiernos ha sido una increíble inoperancia. Eso sucedió con la mala gestión sanitaria de la pandemia por coronavirus o el colapso del sistema educativo, se continuó en la incapacidad con lidiar con urgencias como fertilizantes o auxilio a zonas afectadas por extremos climáticos, y todo ello intercalado con los conocidos casos de corrupción. Cualquiera de esas dificultades golpean mucho más duramente a los sectores populares. Se desemboca en un país que, como describe César Hildebrant, “sin congreso legítimo, sin Ejecutivo aceptable, sin partidos políticos, sin prensa independiente, con calles rugientes y violentos que han visto la oportunidad de cobrarse algunas de las revanchas guardadas por treinta años” (8).
Una vez más el pasado parece repetirse en el presente. En 1984, el comandante militar de Ayacucho, general Adrián Huamán, un militar quechua hablante, afirmaba que la solución a la violencia y la conflictividad no era militar: “Si se tratara de matar, Ayacucho no existiría en media hora… Pero ésa no es la solución”, y enseguida reconocía que lo sucedía era que “estamos hablando de seres humanos, de pueblos olvidados que han reclamado ciento sesenta años y nadie les ha hecho caso y ahora estamos cosechando ese resultado” (9). Los sucesos ocurridos en los últimos meses demuestran que los colectivos políticos, los gobiernos y los tecnócratas en el Estado, siguieron sin escuchar a esos olvidados.
Agotamiento político
Se lidia con situaciones que no responden únicamente a limitaciones o perversidades en las personas, sino que los propios mecanismos e instituciones políticas se muestran incapaces de resolverlos. Es por ello que las crisis se repiten bajo distintos actores, y la desaprobación con los políticos trepa a niveles escandalosos, superando el 90% (10). Se disemina la necropolítica, y que ese extremo pase desapercibido para muchos, es otra indicación del agotamiento de la política bajo la modernidad contemporánea.
El término agotamiento refiere a la incapacidad para generar respuestas, sean innovaciones o reformas, sea en las prácticas o en las instituciones, para revertir la sucesión de crisis que se sustentan sobre la violencia y la muerte. Esta interpretación, aunque use otras palabras, esencialmente se corresponde con la de José Carlos Agüero al diagnosticar que se está ante un colapso social. Agrega que aunque se suele decir que se lidia con una crisis política que lleva a otra y otra, eso es un colapso social, la condición por la cual “el tejido social se deshilvana, cuando las instituciones dejan de serlo”.
La deriva hacia la necropolítica justamente resulta de ese colapso en tanto hay una imposibilidad en lograr una respuesta social generalizada que bloquee nuevas violaciones en los derechos de las personas y la Naturaleza, en asegurar la calidad de vida o en fortalecer la democracia. Ese agotamiento también radica en negar o minimizar que esta problemática se arrastra desde hace años. La necropolítica es muy efectiva en producir cegueras a sus propias consecuencias. A su vez, lo que se interpreta como “una crisis” pasa a ser una consecuencia más de esas condiciones. Las herramientas de análisis usuales también adolecen de límites; por ejemplo, abordar los eventos recientes desde las ideas de clase, raza o subalternidad pueden tener sus utilidades específicas, pero son insuficientes.
En estas circunstancias postular respuestas ante la crisis, tales como aplastar la protesta ciudadana carece de todo fundamento, no sólo porque acentuará la necropolítica sino porque no resuelve ningún problema y al poco tiempo estallará otra crisis. Restituir a Pedro Castillo como proponen unos pocos, no solo deja en claro que no se entiende la coyuntura, sino que los que eso postulan también son parte del problema. Promover elecciones presidenciales cuanto antes, como exigen unos cuantos más, serviría para descomprimir la crisis presente y acabar con la represión, lo que no es poca cosa. Pero si las causas son más profundas y van más allá de las personas, como se argumenta aquí, tampoco está asegurada una solución sustantiva. Ni siquiera la convocatoria a un proceso constituyente puede asegurarlo, porque dadas las actuales tendencias en el electorado es posible que se repita un escenario similar a la última elección, dominado por la fragmentación y las posturas conservadoras e incluso reaccionarias.
Para enfrentar y revertir la condición necropolítica es necesario avanzar en al menos dos frentes a la vez. Por un lado, reconstruir el sentido de pertenencia a una misma comunidad política, incorporando en especial a los excluidos y marginados. Por otro lado, se debe promover una política pero que tiene que ser de otro modo (una “política otra”). Esta podrá incluir mecanismos, instituciones y prácticas políticas que pueden ser conocidas pero que deben obligatoriamente ajustarse y desplegarse de otros modos, junto a necesarias innovaciones. Ese esfuerzo descansa en una postura que debe ser muy distinta a la que siguen los políticos convencionales. Debe ser una política que no tolera la violencia, ni siquiera desde el Estado, se espanta con las muertes, y su propósito, irrenunciable, es detener la necropolítica y avanzar hacia el fortalecimiento de la democracia y la protección de la vida. Para iniciar esa tarea es indispensable que el primer paso sea reconocer la condición necropolítica.
Notas
1. Violencia y autoritarismo en el Perú: bajo la sombra de Sendero y la dictadura de Fujimori, Jo-Marie Burt, IEP, Lima, 2009, p 115.
2. Martín Tanaka: “Hay una coalición de derecha conservadora que aplaude la estrategia de conitnuar”, entrevista en EntreVoces, La República, Lima, 19 marzo 2023, aquí…
3. Las cifras que duelen, J. de Echave, Noticias Ser, 1 marzo 2023, aquí…
4. El caníbal es el otro. Violencia y cultura en el Perú contemporáneo, V. Vich, IEP y Horizonte, Lima, 2017 [2002].
5. En Tiempo de plagas, A. Flores Galindo, 1988, citado por Vich, citado más arriba.
6. Eduardo Cáceres: “Disparar a multitudes movilizadas en marchas, eso no sucedió ni en el fujimorismo”, A. Telles, entrevista a E. Cáceres, Noticias Ser, 7 marco 2023, aquí…
7. El análisis de esa condición es uno de los propósitos de esta serie; sobre ella y sobre el concepto de necropolítica ver: Hoy es distinto: políticas de la muerte y las aperturas a otra política, E. Gudynas, Cuestiones y Disputas en Otra Política No 1, 27 febrero 2023 - aquí….
8. La madre del otorongo, C. Hildebrant, Hildebrant en sus Trece, Lima, No 621, 3 febrero 2023.
9. La República 27 agosto 1984, en Burt, p 110, citado arriba.
10. Congreso en su peor aprobación y protestas sin resultados para la renuncia de Boluarte y adelanto de las elecciones, según encuestas del IEP, La República, Lima, 18 marzo 2023, aquí…
11. José Carlos Agüero: “La gente suele decir que estamos en una crisis política, pero es otra cosa: es un colapso social”, E. Patriau, La República, 18 diciembre 2022, aquí…
Las fotografías provienen de La Mula, Aprodeh e Inforegión.
Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). En redes sociales: @EGudynas. El texto puede ser reproducido siempre que se cite la fuente (licencia Creative Commons BY SA). ISSN 2982-4184.